Texto Base: San Mateo 5
Más de catorce siglos antes que Jesús naciera en
Belén, los hijos de Israel estaban reunidos en el hermoso valle de Siquem.
Desde las montañas situadas a ambos lados se oían las voces de los sacerdotes
que proclamaban las bendiciones y las maldiciones: "la bendición, si oyereis los mandamientos de Jehová vuestro
Dios... y la maldición, si no oyereis".*Deut. 11:27,28.
Por esto, el monte desde el cual procedieron las palabras de bendición llegó a conocerse como el monte de las Bendiciones. Mas no fue sobre Gerizim donde se pronunciaron las palabras que llegaron como bendición para un mundo pecador y entristecido.
No alcanzó Israel el alto ideal
que se le había propuesto. Un Ser distinto de Josué debía conducir a su pueblo
al verdadero reposo de la fe. El Monte de las Bienaventuranzas no es Gerizim,
sino aquel monte, sin nombre, junto al lago de Genesaret donde Jesús dirigió
las palabras de bendición a sus discípulos y a la multitud.
Volvamos con los ojos de la imaginación a ese escenario, y, sentados con los discípulos en la ladera del monte, analicemos los pensamientos y sentimientos que llenaban sus corazones.
Si comprendemos lo que significaban las
palabras de Jesús para quienes las oyeron, podremos percibir en ellas nueva
vida y belleza, y podremos aprovechar sus lecciones más profundas.
Cuando el Salvador principió su ministerio, el concepto que el pueblo tenía acerca del Mesías y de su obra era tal que inhabilitaba completamente al pueblo para recibirlo. El espíritu de verdadera devoción se había perdido en las 8 tradiciones y el espiritualismo, y las profecías eran interpretadas al antojo de corazones orgullosos y amantes del mundo.
Los judíos
no esperaban como Salvador del pecado a Aquel que iba a venir, sino como, a un
príncipe poderoso que sometería a todas las naciones a la supremacía del León
de la tribu de Judá. En vano les había pedido Juan el Bautista, con la fuerza
conmovedora de los profetas antiguos, que se arrepintiesen. En vano, a orillas
del Jordán, había señalado a Jesús como Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo. Dios trataba de dirigir su atención a la profecía de Isaías con respecto
al Salvador doliente, pero no quisieron oírlo.
Si los maestros y caudillos de Israel se hubieran sometido a su gracia transformadora, Jesús los habría hecho embajadores suyos ante los hombres. Fue primeramente en Judea donde se proclamó la llegada del reino y se llamó al arrepentimiento. En el acto de expulsar del templo de Jerusalén a los que lo profanaban, Jesús anunció que era el Mesías, el que limpiaría el alma de la contaminación del pecado y haría de su pueblo un templo consagrado a Dios.
Pero los caudillos judíos no quisieron humillarse para
recibir al humilde Maestro de Nazaret. Durante su segunda visita a Jerusalén,
fue emplazado ante el Sanedrín, y únicamente el temor al pueblo impidió que
procuraran quitarle la vida los dignatarios que lo constituían. Fue entonces
cuando, después de salir de Judea, principió Cristo su ministerio en Galilea.
Allí prosiguió su obra algunos meses antes de predicar
el Sermón del Monte. El mensaje que
había proclamado por toda esa región: "El
reino de los cielos se ha acercado",* Mateo 4:17. había llamado la
atención de todas las clases y dado aún mayor pábulo a sus esperanzas
ambiciosas. La fama del nuevo Maestro había superado los confines de Palestina
y, a pesar de la actitud asumida por la jerarquía, se había difundido mucho el
sentimiento de que tal vez fuera el Libertador que habían esperado. Grandes
multitudes seguían los pasos de Jesús y el entusiasmo popular era grande. 9
Había llegado el momento en que los discípulos que estaban más estrechamente relacionados con Cristo debían unirse más directamente en su obra, para que estas vastas muchedumbres no quedaran abandonadas como ovejas sin pastor. Algunos de esos discípulos se habían vinculado con Cristo al principio de su ministerio, y los doce vivían casi todos asociados entre sí como miembros de la familia de Jesús. No obstante, engañados también por las enseñanzas de los rabinos, esperaban, como todo el pueblo, un reino terrenal. No podían comprender las acciones de Jesús. Ya los había dejado perplejos y turbados el que no hiciese esfuerzo alguno para fortalecer su causa obteniendo el apoyo de sacerdotes y rabinos, y porque nada había hecho para establecer su autoridad como Rey de esta tierra.
Todavía había que hacer una
gran obra en favor de estos discípulos antes que estuviesen preparados para la
sagrada responsabilidad que les incumbiría cuando Jesús ascendiera al cielo. Habían
respondido, sin embargo, al amor de Cristo, y aunque eran tardos de corazón
para creer, Jesús vio en ellos a personas a quienes podía enseñar y disciplinar
para su gran obra. Y ahora que habían
estado con él suficiente tiempo como para afirmar hasta cierto punto su fe en
el carácter divino de su misión, y el pueblo también había recibido pruebas
incontrovertibles de su poder, quedaba expedito el camino para declarar los
principios de su reino en forma tal que les ayudase a comprender su verdadero
carácter.
Solo, sobre un monte cerca del mar de Galilea, Jesús
había pasado la noche orando en favor de estos escogidos. Al amanecer, los
llamó a sí y con palabras de oración y enseñanza puso las manos sobre sus
cabezas para bendecirlos y apartarlos para la obra del Evangelio. Luego se dirigió con ellos a la orilla del
mar, donde ya desde el alba había principiado a reunirse una gran multitud.
Además de las acostumbradas muchedumbres de los
pueblos galileos, había gente de Judea y aun de Jerusalén; de Perea, de
Decápolis, de Idumea, una región lejana situada al sur de Judea; y de Tiro y
Sidón, ciudades fenicias de la costa del Mediterráneo. "Oyendo cuán grandes cosas hacía", 10
ellos "habían venido para oírle, y para ser sanados de sus
enfermedades...; porque poder salía de él y sanaba a todos". Marcos 3:8;
Lucas 6:17-19.*
Como la estrecha playa no daba cabida, ni aun de pie,
dentro del alcance de su voz, a todos los que deseaban oírlo, Jesús los condujo
a la montaña. Llegado que hubo a un espacio despejado de obstáculos, que
ofrecía un agradable lugar de reunión para la vasta asamblea, se sentó en la
hierba, y los discípulos y las multitudes siguieron su ejemplo.
Presintiendo que podían esperar algo más que lo
acostumbrado, rodearon ahora estrechamente a sus Maestro. Creían que el reino
iba a ser establecido pronto, y de los sucesos de aquella mañana sacaban la
segura conclusión de que Jesús iba a hacer algún anuncio concerniente a dicho
reino. Un sentimiento de expectativa dominaba también a la multitud, y los
rostros tensos daban evidencia del profundo interés sentido.
Al sentarse en la verde ladera de la montaña,
aguardando las palabras del Maestro divino, todos tenían el corazón embragado
por pensamientos de gloria futura. Había escribas y fariseos que esperaban el
día en que dominarían a los odiados romanos y poseerían las riquezas y el
esplendor del gran imperio mundial. Los pobres campesinos y pescadores
esperaban oír la seguridad de que pronto trocarían sus míseros tugurios, su
escasa pitanza, la vida de trabajos y el temor de la escasez, por mansiones de
abundancia y comodidad. En lugar del burdo vestido que los cubría de día y era
también su cobertor por la noche, esperaban que Cristo les daría los ricos y
costosos mantos de sus conquistadores.
Todos los corazones palpitan con la orgullosa
esperanza de que Israel sería pronto honrado ante las naciones como el pueblo
elegido del Señor, y Jerusalén exaltada
como cabeza de un reino universal. 11
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